La economía global atraviesa un proceso de transformación estructural, profundamente condicionado por la intensificación de los choques geopolíticos y el retorno de una visión neo-mercantilista del comercio internacional. Desde su regreso a la Casa Blanca, Donald Trump ha emprendido un giro de gran calado en la política económica y exterior de Estados Unidos. Su enfoque, basado en la primacía del poder frente a las normas, prioriza la acumulación de capacidad productiva nacional y el uso del comercio como herramienta de presión para la consecución de sus fines estratégicos.
Este replanteamiento de la primera potencia mundial está generando un entorno de creciente incertidumbre, volatilidad y pérdida de confianza en los activos estadounidenses. Sus efectos ya se trasladan a la economía real, con una ralentización del crecimiento global. La inflación, por su parte, sigue trayectorias divergentes entre regiones: cede con mayor rapidez en Europa que en Estados Unidos, lo que, unido a otras dinámicas estructurales, augura una divergencia creciente en la evolución de los tipos de interés.
En el caso de la eurozona, desde Equipo Económico (Ee) estimamos que el Banco Central Europeo situará el tipo de interés de la facilidad de depósito en el 1,75% a finales de 2025. Esta previsión se enmarca en un contexto de crecimiento moderado, mayores tensiones comerciales y un incremento necesario del gasto en defensa. Alemania cuenta con margen fiscal para afrontar este nuevo entorno, pero la situación resulta mucho más desafiante para otros países miembros, incluida España, mientras que Europa continua con un mercado de capitales muy fragmentado.
Uno de los elementos más relevantes en este nuevo tablero internacional es el impacto, y también las reacciones, que este giro estratégico está generando sobre las relaciones transatlánticas. Europa y Estados Unidos conforman la relación económica bilateral más profunda y relevante del mundo: en 2024, el comercio de bienes entre ambos bloques alcanzó la cifra récord de 981.600 millones de dólares, superando en el 60% al volumen de intercambio entre EE. UU. y China. El comercio de servicios entre ambas regiones ascendió a 477.900 millones de dólares, multiplicando varias veces el volumen entre EE. UU. y el país asiático.
Más significativa aún que el comercio, destaca la dimensión inversora de esta relación. Estados Unidos y Europa representan conjuntamente más del 60% del stock mundial de inversión directa extranjera, y la producción generada por las filiales estadounidenses en Europa y de las europeas en Estados Unidos se elevó a 1,7 billones de dólares en 2023, una cifra superior al PIB de países como España. Esta economía transatlántica compartida da empleo directo a más de 16 millones de personas a ambos lados del Atlántico.
En este contexto, las medidas anunciadas por la nueva administración Trump, como la propuesta de imponer un arancel general del 50% sobre las importaciones procedentes de la Unión Europea, suponen una amenaza directa a esta interdependencia económica. Aunque su aplicación se ha pospuesto por el momento, al 9 de julio, a la espera de nuevas negociaciones, y pese a las recientes controversias judiciales que cuestionan su legalidad, el mero anuncio ha elevado sustancialmente la percepción de riesgo entre los inversores de ambas orillas. No se trata, en ningún caso, de un juego de suma cero.
A pesar de esta inestabilidad global, España mantiene un notable dinamismo económico. Desde Equipo Económico (Ee) proyectamos un crecimiento del PIB del 2,6% en 2025, que se moderará al 1,9% en 2026. Inicialmente nuestro país se está viendo menos afectado por las tensiones comerciales internacionales, debido a su menor dependencia directa de los flujos comerciales con Estados Unidos. El crecimiento está siendo impulsado por la fortaleza de la demanda interna y la vigorosa creación de empleo sostenida por los flujos migratorios. A esto se suma el efecto multiplicador del turismo internacional: en 2025, el gasto de los turistas equivaldrá al consumo anual de 10 millones de residentes adicionales, ampliando de facto el mercado español hasta los 60 millones de consumidores, frente a los 47,5 millones de hace dos décadas.
La fortaleza financiera externa de España y el conjunto de Europa, reflejada en sus superávits por cuenta corriente, constituye un activo estratégico. No obstante, también pone de relieve la insuficiencia de inversión doméstica en sectores clave, mientras se continúa exportando capital hacia otras regiones, particularmente Estados Unidos. Sobre todo, teniendo en cuenta que persisten importantes desafíos estructurales.
Para afrontarlos, los informes de Letta y Draghi han trazado en Bruselas una hoja de ruta clara hacia una mayor integración, orientada a reforzar la competitividad y la autonomía estratégica. Ambos análisis preceden al giro estratégico de la nueva administración Trump, sobre la cual no cabe esperar una rectificación substancial, ahondando así aún más en la necesidad y urgencia de aplicar estas propuestas. En ese sentido y en cuanto a la relación con EE. UU., el proceso de profundización en la integración europea debe seguir siendo compatible con una relación transatlántica como uno de sus pilares fundamentales, aunque materializándose de forma eminentemente pragmática.
¿Qué asuntos concretos puede ofrecer Europa a EE. UU. para avanzar en un terreno de entendimiento mutuo? Más allá de las duras negociaciones comerciales en curso y de la oportunidad, por ejemplo, de incrementar las importaciones europeas de gas licuado estadounidense, hay un amplio campo de intereses comunes. Comenzando por la necesidad de una cooperación sostenida entre ambas partes para responder conjuntamente a las prácticas desleales desde China, sin que eso suponga cuestionar la autonomía europea en sus relaciones con el país asiático. Cabe incluso plantear una agenda transatlántica digital, que incluya incluso la regulación de la aplicación de la IA, con beneficios evidentes. Así como avanzar en el reconocimiento regulatorio mutuo en otros sectores estratégicos, como la automoción, la industria farmacéutica y las infraestructuras. Al mismo tiempo que reducir trabas administrativas y de todo tipo que, en particular, afectan a las pymes a ambos lados del Atlántico, y que estarían impidiendo el acceso de bienes y servicios norteamericanos al mercado europeo. Intensificar la actividad económica reforzaría el bienestar en ambas regiones.
En el caso de España, es imprescindible que el Gobierno promueva un entorno de estabilidad regulatoria, seguridad jurídica y respeto institucional, al tiempo que impulse reformas estructurales orientadas a elevar el crecimiento potencial. A nuestro juicio persisten, sin embargo, diversos factores que limitan esta transformación: la polarización y la fragmentación política, junto con diagnósticos erróneos sobre la naturaleza de una gran parte de los problemas económicos y las posibles soluciones para hacerles frente, continúan condicionando la formulación de políticas públicas adecuadas. Una fuerte intervención del Estado en muchas actividades y decisiones empresariales, un sistema impositivo excesivamente gravoso, altos costes empresariales, dificultades crecientes en el ámbito laboral pese al elevado desempleo y restricciones por el lado de la oferta, en particular en el mercado de la vivienda, siguen actuando como frenos estructurales para la productividad y la sostenibilidad del crecimiento a medio y largo plazo.
En este nuevo orden global, profundamente marcado por la incertidumbre, tanto el tejido empresarial como los gobiernos están llamados a desempeñar un papel decisivo. Para las empresas, resulta crucial anticiparse a los cambios, adaptarse con flexibilidad y agilidad y reforzar sus bases internas de crecimiento. Pero esa capacidad de adaptación solo será efectiva si se ve acompañada por un entorno institucional estable y políticas públicas acertadas.
Europa cuenta con una base sólida para afrontar los desafíos globales, pero necesita adoptar decisiones valientes y concertadas desde Bruselas y las capitales nacionales, con el fin de avanzar en integración, competitividad, autonomía estratégica y un renovado pacto transatlántico. En el caso de España, todavía con un crecimiento dinámico su economía abierta no es inmune a los riesgos que plantea la fractura del orden económico internacional. Dejar pasar oportunidades para corregir los desequilibrios estructurales comprometería no solo la sostenibilidad del crecimiento, sino también las perspectivas de bienestar de las generaciones futuras. En un entorno cada vez más volátil, no valen más pasos en falso.
Presidente Ejecutivo de Equipo Económico
Fuente: El Confidencial