Gestión tributaria inteligente y litigiosidad. Salvador Ruiz Gallud

La Vanguardia. Dinero

1 de junio de 2014

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De poco sirve ajustar el sistema de normas tributarias, como harán los gobiernos del Estado y autonómicos a raíz del informe de los expertos para la reforma fiscal, si luego aquellas normas no se aplican de la manera más eficaz, con un nivel razonable de seguridad jurídica, evitando en lo posible el desacuerdo con los contribuyentes. Eso significa que el ciudadano debe tener el mayor estímulo para cumplir voluntariamente con sus impuestos.

Digámoslo primero, las cargas tributarias no pueden ser excesivas, de otra forma no se aceptan como equitativas y el incumplidor se autojustifica más fácilmente. Es significativo que las Comunidades Autónomas en las que más se bonifican las donaciones de padres a hijos o entre cónyuges obtienen mayor recaudación por el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones.

Porque en ellas las donaciones se declaran, entre otras razones por su bajo coste fiscal.

Pero también porque por ello las familias se plantean con mayor intensidad la transmisión de recursos hacia la siguiente generación. Los hijos pueden así iniciar nuevas actividades económicas, favorecedoras del crecimiento, del empleo y, en un círculo virtuoso, de la propia recaudación tributaria. Y es que las cargas fiscales inmoderadas no sólo agotan las finanzas de los ciudadanos, sino que también acaban consumiendo su iniciativa. Pero, incluso para un nivel de tributación razonable, algunos continuarán planteándose defraudar, con la inequidad y la competencia desleal si se trata de actividades empresariales que el incumplimiento tributario supone.

Para evitarlo, las administraciones públicas necesitan de medios materiales y humanos también adecuados. Es preciso asimismo castigar el fraude descubierto con sanciones proporcionadas, desincentivadoras del incumplimiento tributario. La experiencia española de los últimos años es de aprobación de normas orientadas al control tributario, con dos recientes leyes dedicadas a ello, la ley 7/2012 y la ley orgánica 7/2012. Esta última introdujo en el Código Penal un tipo delictivo agravado cuando el fraude para un impuesto y año concretos excede de 600.000 euros el delito contra la Hacienda Pública tradicional, que se mantiene, se define a partir de los 120.000 euros.

La estructura normativa parece suficiente para atacar el fraude. En este escenario, sorprenden las peticiones de ampliación del tiempo máximo de un año previsto con carácter general para finalizar una actuación inspectora. Un año es plazo suficiente, teniendo en cuenta la grave incomodidad que supone para un ciudadano normal el desarrollo de una inspección. Más cuando la propia ley ya prevé la ampliación a dos años en casos de fraude cualificado.

LA ADMINISTRACIÓN

Y es que, desde la otra parte, toca a la Administración, y es su responsabilidad, el uso prudente de aquellos instrumentos, previstos muchos de ellos para facilitar la comprobación de los defraudadores profesionales y asegurar la recaudación de las deudas detectadas.

Se trata de herramientas que mal empleadas pueden causar destrozos en el patrimonio de los ciudadanos de a pie. Es imprescindible que los propios entes públicos, necesitados en este punto de mayor autocrítica, verifiquen y corrijan las anomalías que puedan advertir en aquel uso.

En todo caso, es preciso constatar el enorme aumento de la litigiosidad tributaria en los últimos años, esto es, de los recursos de contribuyentes frente a actos administrativos que entienden desajustados respecto de la ley.

Ello implica importantes costes de defensa de sus intereses para el ciudadano, y también retrasos en el cobro o pérdidas recaudatorias para la Administración.

Sin duda, una parte muy importante de dichos actos están plenamente fundados, no así otro conjunto de ellos. ¿Cómo resolver el problema? Primero, simplificando las normas tributarias, haciéndolas más sencillas y transparentes en su interpretación, y por ello menos discutibles. Segundo, coordinando la Administración la aplicación de criterios interpretativos uniformes y sensatos, que no dependan del funcionario responsable del concreto expediente. Tercero, aprovechando los que podrían calificarse de mediadores virtuales, esto es, instrumentos procesales que favorecen la conciliación de posiciones entre contribuyentes y Administración: como las llamadas actas (de inspección) con acuerdo, con reducción de las sanciones en un 50%,  introducidas en el 2004 y aún marginadas en la práctica funcionarial. Cuarto: trasladando esfuerzos administrativos hacia medidas preventivas y no represivas,  como las actuaciones informativas desde la Administración, o como el impulso de los acuerdos previos de valoración de operaciones. Los estudios de la OCDE concluyen en las ventajas de la llamada relación cooperativa con el contribuyente, en aras del mejor cumplimiento cooperativo; pero detectan la necesidad del compromiso del más alto nivel en las organizaciones, así como de formación específica.

Dicho lo anterior, en nuestro país, al menos en el Estado, el funcionario ve orientado su trabajo a partir programas de objetivos personales que se le exige alcanzar. Nada de lo expuesto como deseable ocurrirá si los planes de actuación administrativa no  recogen y recompensan adecuadamente aquellos comportamientos, valorando sus evidentes efectos recaudatorios, incluidos los costes de oportunidad evitados por  mejor empleo de los medios administrativos.

Probablemente Daniel Goleman, psicólogo que en su día reconoció la llamada  inteligencia emocional, diría que la Administración tributaria es la más necesitada de dicho talento en sus relaciones con los contribuyentes.

Se trata de buscar interacciones cooperativas que conlleven menores costes para unos y otros, evitando la litigiosidad, favoreciendo la recaudación y, en definitiva,  aumentando la satisfacción ciudadana. Todos ganaremos.

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