El Gobierno ha publicitado diversos anteproyectos de ley de contenido tributario, que se completarán con el proyecto de ley de presupuestos para 2019, incluyendo en éste cambios al alza en el Impuesto sobre Sociedades. La intención explícita de esta aventura impositiva es la financiación de un gasto público imprudente en términos domésticos y europeos. Los cambios no son ciertos, porque necesitan de maniobras parlamentarias que no se comentan aquí.
Una primera trampa, de diagnóstico, supone justificar una mayor presión fiscal en el Impuesto sobre Sociedades ante la supuestamente reducida imposición que soportan nuestras grandes empresas. El argumento resulta burdo, porque se utiliza para ello el ratio entre el impuesto español y el resultado contable de los grupos de sociedades en consolidación fiscal (6,14% en 2016, último dato). No se tiene en cuenta que, por ejemplo, según la CNMV en 2017 más de los dos tercios de la actividad de los grupos consolidados del IBEX 35 se desarrolló fuera de España. Por tanto, el ratio será necesariamente reducido. Es más, ese cociente constituye matemáticamente un indicador de internacionalización, porque será más pequeño cuanto mayor presencia tengan nuestros grupos en otras jurisdicciones, algo de lo que deberíamos enorgullecernos. En el diagnóstico gubernamental tampoco se tienen en cuenta los efectos de la crisis económica (pérdidas compensables), cuya realidad se vuelve así a negar, ni los esfuerzos de transparencia y de mayor tributación empresarial resultantes del programa BEPS de la OCDE, ni los costes de Seguridad Social, que en nuestro país son especialmente elevados.
El segundo error es de diseño de las medidas para elevar la recaudación. De manera del todo inadecuada, el chivo expiatorio es el Impuesto sobre Sociedades, herramienta clave de política económica y de atracción de inversión y empleo. Nuestra foto de partida no es mala, sobre todo desde la reforma de 2015, con un tipo general del 25% relativamente moderado, aunque endurecido con el coste financiero de unos pagos fraccionados desproporcionados (la recuperación de su posible exceso ha de esperar a la gestión administrativa de la declaración anual).
En ese escenario el gobierno ha publicitado una imposición mínima del 15% de la base imponible (18% para entidades de crédito y del sector de los hidrocarburos) que habrán de asumir los grupos fiscales y las sociedades con importe neto de su cifra anual de negocios a partir de 20 millones de euros. Ese mínimo es un elemento extraño a la genética del tributo, que inhabilitará en muchos casos las bonificaciones y deducciones, como las que evitan la doble imposición internacional (lo que puede ser cuestionado desde las reglas de la fiscalidad internacional), o las asociadas a la I+D+i y a la creación de empleo. La medida tendría carácter regresivo, al castigar especialmente a las entidades más dañadas por la crisis, y el perjuicio podrá alcanzar a aquellos mismos conceptos o equivalentes, pendientes de años anteriores. Por ello y como importante efecto colateral, el deterioro de los créditos fiscales reconocidos en los balances de nuestras empresas perjudicará su valor de mercado.
A la imposición mínima se añade el gravamen del 5% de los beneficios distribuidos por las sociedades, lo que podría restringir en alguna medida la repatriación de dividendos.
Un tercer efecto pernicioso ya se está produciendo. Porque todos decidimos según nuestras expectativas, también los agentes económicos, que pueden revisar sus prioridades de inversión en España ante los avisos de subidas fiscales, aunque luego no se hagan realidad. Las empresas actúan como los grandes barcos y planifican sus maniobras con millas de antelación, en especial cuando prevén tormenta, en este caso tributaria. Más aún, el pregón de constantes cambios tributarios inquieta por su consecuencia de inestabilidad de nuestras normas. Es cierto que seguimos siendo un país atractivo también en lo económico. Pero, por ejemplo, para 2019 nos situamos en términos de competitividad sólo en el puesto 30 de 190 países en el reciente informe Doing Business del Banco Mundial, perdiendo dos posiciones respecto de 2018.
Todo lo anterior trasluce una incorrecta planificación de medidas fiscales, que en lugar de incentivar la actividad económica y el empleo, confunde a ciudadanos y empresas y desvirtúa la lógica impositiva. Con todo ello se perjudica la recaudación, efecto contrario al pretendido. Por ejemplo, es incomprensible la falta de aprovechamiento del Brexit para introducir estímulos fiscales atractivos de inversión hacia España.
En El Arte de la Guerra, de Sun Tzu, se lee que el guerrero victorioso gana primero y después va a la guerra. Sólo confiando en nuestra economía y planificando mejor nuestros impuestos aseguraremos el mejor futuro para nuestro país.
Salvador Ruiz Gallud
Socio Director, Equipo Económico
Fuente: El Confidencial